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Volcanes
Mientras escribo estas líneas estoy en Copenhagen. Estamos a mediados del mes de abril y hace un par de días que en Islandia el volcán Eyjafjälla ha entrado en actividad. Y a pesar de su nombre impronunciable, el volcán está en boca de todos en la ciudad. La nube de ceniza expulsada por una de sus chimeneas planea sobre el norte de Europa y las calles de Copenhagen están llenas de viajeros desprevenidos que han quedado atrapados por el cierre del espacio aéreo. Al contrario que gran parte de ellos, no estoy en Copenhagen de paso. Me encuentro en Dinamarca trabajando en la dramaturgia de un nuevo proyecto con Calixto Bieito, un encargo del Betty Nansen Teatret, a pocos minutos del centro de la ciudad. Hace un par de semanas que han empezado los ensayos y aun queda un mes y medio para el estreno de la pieza en el Festival de Bergen. Este fin de semana Calixto planeaba escaparse a ver la familia en Barcelona, pero el volcán no ha querido que fuera así. Lo mismo les ha pasado a Rebecca, la escenógrafa del proyecto, e Ingo, el figurinista, que ya tenían sus billetes para hacer una escapada a casa, en Alemania. En la mesa de al lado del restaurante francés donde cenamos los cuatro, un representante internacional de la cerveza belga Chemay se toma con filosofía el inesperado suplemento de vacaciones ante un plato de marisco y nos comenta que su homónimo en el mercado español también está incomunicado. Después, en el bar de al lado, una música de guitarras en directo, compartimos con él unas copas y nos explica el rumor que ha habido hombres de negocios que, desesperados, han llegado a pagar miles de coronas para que un taxi les llevara de Copenhagen hasta Berlín o París. Yo, mientras seguimos escuchando las historias del representante belga, ahora en inglés, ahora en francés, no puedo dejar de relacionar el volcán islandés con el Tambora, el volcán indonesio que en 1815 entró en erupción con tal virulencia que, un año después, Europa y América se quedaron sin verano. Las consecuencias de esta otra nube de ceniza también cogieron desprevenidos a un grupo de turistas ingleses en la orilla del lago Leman, a los pies del Mont Blanc. Como consecuencia de las insólitas tormentas de verano, el grupo, formado por Lord Byron, su doctor Polidori, Percy B. Shelley, Mary Shelley y su hermanastra Claire Clairmont, se vio obligado a recluirse en Villa Diodati y de esta reclusión, del ambiente electrizante de aquellas noches, con el repique de la lluvia contra los cristales, nacieron dos de las obras puntales de la literatura gótica romántica, Frankenstein y El vampiro.
Yo conocía la historia desde hacía tiempo. Debo confesar que siendo adolescente corría por casa una copia de la fabulosa cinta Remando al viento, de Gonzalo Suárez, que acabó con las imágenes un poco borrosas por el exceso de visionados. Todo el poso de sensaciones que había dejado en mí la película volvió a surgir cuando un día, ahora hace más de dos años, mientras con Agustí Charles buscábamos tema para nuestra segunda colaboración operística, hice un descubrimiento en una librería cercana a mi casa.
Se trataba de una colección de cuentos que intentaba reproducir los frutos de una de aquellas noches de tormenta en Villa Diodati, alrededor de la chimenea, justo la famosa noche en la que Lord Byron desafió a sus invitados a escribir una narración breve que se inspirara en los relatos de terror recogidos en el libro Fantasmagoriana, que habían estado leyendo noche tras noche hasta llegar a la última página. En vistas de que se quedaban sin diversión nocturna, Byron les propuso que escribieran ellos mismos los materiales que les tenían que distraer durante aquel aislamiento del mundo que parecía que no tenía que acabar nunca.
Era evidente que la anécdota de Villa Diodati era un material de alto voltaje para la elaboración de nuestra nueva ópera y así es como nació la idea seminal de Lord Byron, un verano sin verano. Para empezar, nos basábamos en unos personajes que, a pesar del interés propio de su vastísima obra literaria, nos ofrecían un entramado complejo de relaciones de afecto y desafecto. Partíamos de la figura indiscutiblemente magnética de Lord Byron, consciente del propio genio, pero a la vez acomplejado morbosamente por una cojera congénita. A su lado, teníamos al doctor Polidori, atraído de forma enfermiza por la luz desprendida por Byron pero a la vez diana de todas sus burlas, frustrado por la incapacidad de su pluma y celoso por la nueva amistad surgida entre el poeta y Percy B. Shelley. Éste, por su lado, vive embriagado por el mundo de abstracciones surgido de su cabeza, el universo de sensaciones nacidas de su imaginación y que lo hermanan íntimamente con la naturaleza y que, por tanto, lo alejan de la realidad y, por extensión de Mary. Por su lado, ella sufre la alienación de su hombre al mismo tiempo que intenta hacer escuchar su voz como escritora en un mundo donde el único acto de creación que se le permite a una mujer es la maternidad. Y finalmente, la voluble Claire Clairmont, enamorada de Byron y secretamente embarazada de él, se enfrenta a la vida desde el máximo pragmatismo. Esta red de relaciones llena de matices se ha convertido en la base sobre la que hemos construido toda la ópera, con la intención de abordar el libreto no tanto desde la creación intelectualoide y cerebral, sino desde la organicidad que pedían los personajes y sus situaciones dramáticas. Ésta también ha sido una apuesta por una teatralidad determinada, que no antigua, con un cierto propósito de ir en contra de ciertos experimentos de una modernidad mal entendida que olvidan el componente escénico que debe tener toda ópera.
El descubrimiento del protagonismo que tuvo la erupción del Tambora sobre los destinos de nuestros personajes fue un momento clave para la construcción de la pieza, tanto desde el punto de vista dramatúrgico como musical. Así pues, quisimos imaginar que la ópera empezaba con la explosión del volcán al otra lado del planeta, en el Pacífico, y sus ecos llegaban a la Europa deshecha después de Napoleón, el rugido de la erupción planeaba por encima del campo de Waterloo (donde, según está documentado, Byron y Polidori hicieron parada) y, finalmente, su eco, en forma de tormenta, arrinconaba y acorralaba a nuestros personajes entre las cuatro paredes de Villa Diodati. Además queríamos que el efecto dominó de esta erupción acabara desembocando en la escritura de los cuentos, como si esta marea influyera de forma decisiva a la hora de inflamarles la imaginación. Así, para nosotros, la orquesta y el coro han acabado formando un todo orgánico que nace con la erupción del volcán y que, a partir de este latigazo inicial, se propaga como un ser vivo a lo largo de la pieza, convirtiéndose en un cojín animado sobre el que descansa la voz declamada de los cantantes. El conjunto formado por orquesta y coro es una fuerza natural que se transforma, que ahora es el murmullo del bosque, ahora es el rugido de la tormenta, ahora es la voz de los muertos y ahora es el espejo de las palabras surgidas de la boca de los que están vivos… como si todos los músicos fueran parte de un mismo organismo dotado de vida, en continua transformación.
Escuchando aun las anécdotas del representante belga (unas historias que nunca hubiera podido escuchar si no hubiera habido la irrupción en nuestras vidas del volcán islandés) no puedo esconder una sonrisa. Quién nos iba a decir, a Agustín y a mi, que los ecos del Tambora tendrían tanto eco en fechas tan próximas al estreno de nuestra nueva ópera.
Marc Rosich
Libretista de Lord Byron, un verano sin verano
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