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El Contexto

Nacido en Manresa en 1960, Agustí Charles empezó a estudiar música de pequeño en su ciudad de origen y, más adelante, en el Conservatorio de Terrassa, en el Municipal de Barcelona y en el de Badalona, donde –sucesivamente– fue discípulo, en las clases de composición musical, de Albert Sardà, Miquel Roger, Carles Guinovart y Josep Soler, hecho que explica el desarrollo del espíritu crítico de un músico joven obligado a confrontar y a escoger –entre un cúmulo de conocimientos– los elementos más adientes a su propia personalidad creadora. Su período formativo lo amplió, posteriormente, con otros compositores del resto del Estado español –entre ellos Cristóbal Halffter– y de fuera –Luigi Nono o Franco Donatoni–. Él mismo reconoce su deuda con Halffter a la vez que pone de manifiesto su preparación en el terreno de la teoría y el análisis musical: “Fue importantísimo para mí conocer a Cristóbal Halffter; me atrajo su forma de pensar la música y su sentido compositivo. Su forma de ser tan personal me hizo reflexionar sobre el hecho compositivo en si mismo, es decir, sobre el propio camino que cada uno debe encontrar. A partir de este momento empecé a trabajar en obras en las que he intentado, cada vez más, que todo pudiera ser analizado. Me parece de vital importancia que se encuentren en ellas características de color y de organización particulares. Y es en la lucha para conseguir este hito donde me encuentro actualmente, trabajando mis obras sin desfallecer, sobre todo en la plataforma formal, la que es para mí la macroforma, que derive en pequeñas microformas y que son las que forman el contexto total de la obra”.

Además de obtener los títulos superiores de Armonía, de Contrapunto y de Composición del Conservatorio Superior Municipal de Música de Barcelona y los superiores de Solfeo, de Teoría de la Música y de Acompañamiento del Conservatorio Municipal de Música de Badalona, el año 2003 el artista obtuvo el doctorado en Historia del Arte por la Universidad de Barcelona con la tesis Dodecatonismo y serialismo en España. Desarrollo e influencia en los compositores nacidos entre 1896 y 1960: una reflexión sobre la obra de otros compositores contemporáneos y, además, planteamientos teóricos sobre el papel y la función que debe ejercer la música en la sociedad de nuestros días –expuestos, también, en otras publicaciones–, contrapunto complementario a la tarea creativa de este músico.

Con un total de casi cincuenta galardones obtenidos, Agustí Charles ha sido, sin duda, el compositor catalán que más premios ha recibido en vida. A preguntas de un periodista, hace pocos años, respondió con fina ironía: “Se ha dicho que soy un especialista en premios pero yo lo miro al revés. He escrito siempre la música que me gustaba y después, una vez finalizada, la enviaba a algún concurso. Quizás por esto, precisamente, haya ganado tantos premios: porque nunca me paraba a pensar qué tenía que hacer para ganarlos. He obtenido cuarenta y ocho premios y esto significa aprobar cuarenta y ocho exámenes. Creo que lo he trabajado suficientemente. Pero el trabajo no me asusta. He trabajado en el desolladero de Manresa y, después, en una fábrica; seguramente soy como soy gracias a esto”.

Presidente de la Asociación Catalana de Compositores durante el cuatrienio 1997-2000, actualmente simultanea su docencia como catedrático de composición en el Conservatorio Superior de Música de Zaragoza con el cargo de profesor de la misma materia en la Escola Superior de Música de Catalunya.

Es un conocedor profundo de los corrientes clásicos de la música catalana y española contemporánea, tal como acreditan los escritos que ha dedicado a este tema. El distanciamiento motivado por el esfuerzo de objetivación histórica de su búsqueda y por el simple hecho cronológico de formar parte de lo que hemos denominado “promoción de la diáspora estilística” –la de aquel grupo de compositores catalanes nacidos alrededor de los años sesenta que se caracterizan precisamente por la ausenta de afinidades estéticas compartidas– explica que este músico se encuentre apartado del intelectualismo rígido y sin concesiones de los creadores de más edad –pioneros del vanguardismo musical en Cataluña– y también del eclecticismo de la generación anterior a la suya que, a partir de la rasgadura o de la derivación gradual y personal de un tronco común –que hundía sus raíces en una cierta concepción aristocrática y ética del hecho musical–, había cristalizado en la creencia de que la música “culta” no podía renunciar a su esencial función crítica y debía evitar contaminarse de la pobreza expresiva de la música de consumo impuesta por la cada vez más potente presencia de la industria de los mass media. Las tesis de Theodor Adorno quedan ya muy lejos y la preocupación creciente de esta nueva promoción de creadores será, precisamente, la de analizar las causas del divorcio que se ha ido produciendo entre el artista y la sociedad para la que compone y, también, la de saber actuar en consecuencia. Esta inquietud característicamente posmoderna no implicaba la aceptación de los modelos facilitados por la música comercial, pero la normalidad que se observaba en la relación entre público y creadores en otros géneros y estilos musicales, obligaba a un replanteamiento de la función social del músico formado académicamente. En una conversación que mantuvimos recientemente, el artista insistía en la obligación que tiene el compositor de volver a saber seducir y atrapar el interés del aficionado y criticaba la esterilidad que envolvía su supuesta libertad. “Nace una dicotomía por el hecho de que aquel que se autodenomina compositor puede escribir lo que le plazca sin someterse a ningún parámetro cualitativo mientras que, a la vez, el auditor se atribuye el mismo derecho de no identificarse con la música que escucha, con lo que se crea un círculo vicioso que sólo puede conducir a la inhibición”.

El itinerario de la obra del compositor se inicia hacia mediados de la década de los ochenta del siglo pasado con una serie de composiciones en las que aun es más perceptible el rigor serialista, aunque matizado por un interés casi congénito por la autonomía tímbrica de los planos sonoros que, junto con el énfasis en los valores rítmicos como base del seguimiento temporal y de la cohesión del discurso, son presentes tanto en la vertiente de la música de cámara (Abdruck, 1987) como en el de la música orquestal que se inicia con Iunxi (1988).

Sin embargo, es a lo largo de la década de los noventa cuando un nuevo sentido de la forma irrumpe con fuerza en la música del compositor de Manresa: la independencia del motivo melodicorítmico –desarraigado de la serie– que pasa a ser elemento clave en una obra de extraordinaria importancia para la comprensión de la evolución estilística de Charles como es, a nuestro entender, Particella (1989), una pieza para violoncelo encargada por Lluís Claret y que refleja la forma como la simetría constructiva, lejos de limitar la imaginación del artista, le sirve para alojar procedimientos poéticos de abertura semántica gracias a los que la forma pierde consistencia sintáctica para convertirse en vehículo de la expresión. La planificación temporal, la justa medida de la duración global de la obra –establecida desde la perspectiva del tiempo psicológico de la percepción, más que desde el dictado de la autonomía formal de la obra exenta– pasarán a ser principios fundamentales en piezas clave de este período como pueden ser el Concierto para violoncelo (1995) o, especialmente, las Double variations para orquesta (1994). En este sentido, las Double Variations marcan igualmente un punto de inflexión por el dramatismo que incorporan dentro del género sinfónico al haber colocado los centros de referencia de la obra, dos temas prestados del repertorio histórico –el fragmento inicial de la “Representación del caos” del oratorio La creación de Haydn y el inicio de la obertura de la Suite orquestal núm. 2 de J.S. Bach–, al medio de la composición, como foco de atracción centrípeta a cuyos lados se desarrolla, en direcciones opuestas, la energía del trabajo en forma de variaciones.

Esta nueva concepción dramática y psicológica de la forma y el refuerzo de la idea –que en Agustí Charles es sinónima de imagen sonora– representa un nuevo cambio en la producción del compositor que se inicia alrededor del 2000 y que, durante este último decenio, llevará al artista a abrazar progresivamente la causa operística. Es decir, dará un paso adelante y hará explícitos –en la síntesis de plasticidad, movimiento, poesía y música que representa el género operístico– los postulados de idea y de drama inherentes en una parte considerable de su catálogo y muy evidentes en composiciones recientes tan vaticinadoras como Seven Looks (2003) o Primary Colors (2006): si la primera se adentraba en la resonancia alegórica proyectada sinfónicamente a partir del detonante de unos versos extraídos del Libro de poemas de Federico García Lorca, la segunda proporcionaba imágenes sonoras a algunos de los cuadros del pintor ruso Kazimir Malevich, el creador de la poética visual del suprematismo, expuestos en el edificio barcelonés de La Pedrera hace seis años. Poesía y plasticidad se reafirmaban respectivamente aun por separado en estas dos obras y el corolario lógico consiste en encontrar una síntesis articulatoria que sólo puede realizarse en el terreno de la ópera. Es así como –un año después de Primary Colors– veía la luz en Darmstadt la primera ópera en formato de cámaro: La Cuzzoni, esperpento de una voz con libreto de Marc Rosich. Y es así también que este año asistimos al estreno, primero en Darmstadt y ahora en el Gran Teatre del Liceu de Barcelona, de su segunda ópera –esta vez en gran formato–: Lord Byron, un verano sin verano, segundo fruto de este binomio con voluntad de permanencia constituido por Charles y Rosich.

La ópera ha brindado a Agustí Charles la doble oportunidad de mantenerse, por un lado, fiel a una trayectoria producida por la evolución estilística personal y, por otro –y de acuerdo con su ideario estético–, de ensayar nuevos puentes de comunicación con el público a través, precisamente, de colocar a creador y espectador en el espacio compartido del drama como centro neurálgico a partir del que todo deriva y se desarrolla. El compositor tiene una concepción wagneriana de la ópera entendida como obra de arte total, como en Gesamtkunstwerk absorbiendo y capaz de envolver completamente al espectador durante el tiempo que dura la representación, pero, a diferencia de Wagner, aquí la mitología ancestral y heroica ha sido sustituida por un tema menos solemne, más moderno pero, quizá también, más inconfesable, que –pasando revista a dos períodos decisivos en la cultura occidental: la Ilustración (La Cuzzoni) y el Romanticismo (Lord Byron)– presenta la genealogía del drama de la consciencia escindida y angustiada del ser humano contemporáneo, perdido en un laberinto de espejos donde realidad y deseo, razón y sueño, a menudo se confunden.


Cèsar Calmell
profesor de Historia de la Música de la Universitat Autònoma de Barcelona