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Hacia un nuevo modelo de ópera: Lord Byron, un estiu sense estiu/un verano sin verano
Escribir una ópera hoy es, probablemente, el reto más fascinante para un compositor. Y no lo es solamente por el hecho de lo que representa la envergadura de un proyecto semejante —algo que sin duda tampoco debe menospreciarse—, sino por lo que de responsabilidad tiene en uno de los géneros donde existe un magnífico repertorio, por lo que las posibilidades de alcanzar una excelencia semejante a la de algunos autores del pasado parece difícilmente alcanzable. Los modelos creativos de los compositores actuales han cambiado singularmente a lo largo del siglo XX y XXI, y no digamos con respecto a los compositores del XIX. Los retos que debían afrontar Mozart, Verdi, Puccini, Wagner o Strauss, por citar sólo algunos de los más destacados, son hoy muy distintos, pero no lo es el público que acude a la ópera que, como antaño, sigue buscando un espectáculo que le interese, le entretenga y, sobre todo, le seduzca. Hablo en primera persona, está claro, pero no creo ser nadie tan extraño por el hecho de ser compositor, ya que en el fondo no soy otra cosa que un oyente más.
Con anterioridad a Lord Byron ya había escrito una ópera de cámara, La Cuzzoni, también con libreto de Marc Rosich, la que sería mi bautizo en el género, y con ella aprendí algo que ha sido y es fundamental en mi modo de concebir el drama musical: la ópera, como ningún otro género, precisa y obliga a la comunicación con el oyente, que necesita tanto de ser sorprendido como seducido. Agradar no es más que la suma de ambas cosas, por lo que esto es algo que no me preocupa a la hora de hacer mi trabajo: entiendo que como oyente que soy, lo que me seduce a mí podrá seducir a los demás. El proyecto intelectual que rodea al trabajo de concebir la ópera y finalmente realizarla es algo totalmente personal, equivalente al que tiene que hacer un arquitecto con los planos y los obreros que construyen su edificio. Esto concierne al oficio, a mi labor como compositor. No me interesa demasiado que el oyente conozca el cómo se hizo, sino lo que finalmente está hecho. Prefiero que se deje llevar por las imágenes acústicas que le genera su subconsciente, que descubra paso a paso la obra, y que en última instancia conecte con ella. Lo inefable que tiene al final toda obra musical es algo que no puedo controlar, porque dependerá de muchos parámetros: el tipo de público, su disposición a participar y a dejarse llevar, la adecuación de la obra a su momento, etcétera.; un sinfín de ítems que por mucho que los pretenda medir son al fin y al cabo incontrolables, porque ¿acaso podemos definir con palabras concretas e incontestables que Tristán e Isolda de Wagner es una obra maestra?, sin embargo todos asentimos, aunque no podamos describirlo. Yo pretendo seducir con unos sonidos que describen a unos personajes y su historia, el oyente decidirá si lo conseguí o no....., ése es el riesgo, mi riesgo, lo que asumo sin temor, por lo que lo que les cuento a continuación no es más que un intento de hacerme entender en algo probablemente imposible: explicar el mundo de los sonidos con palabras.
Lord Byron, un estiu sense estiu/un verano sin verano, se desarrolla a partir de dos parámetros esenciales que a su vez se encuentran en la síntesis argumental del texto: realidad e irrealidad. La realidad lo conforman las inquietudes terrenales de los protagonistas, las dichas y miserias de un encuentro fascinante y maravilloso, que se tornará en ellos en algo cruel e incontrolable. La irrealidad forma parte de una idea que nace de la propia realidad y, como buena parte de las cosas de la vida, nos conduce finalmente al extremo de lo existencial, donde la irrealidad supera a la realidad.
El comienzo de la ópera nos sitúa en el primer lugar de paso de varios de nuestros protagonistas: el campo de batalla de Waterloo, donde la desolación y la quietud invade hasta lo más profundo del ser; un sitio en el que la muerte vive oculta bajo la tierra, como un fantasmal castigo a la obstinación de los hombres. A lo largo de toda la ópera la muerte es representada por la voz masculina, la de los soldados caídos en el campo de batalla, que son en sí mismos el grito que surge del interior de la tierra, su rugido. Cuando Polidori escribe su primera carta, sentado en el campo de batalla, de su pluma emanan los efluvios de una muerte que a pesar del tiempo pasado vive en el paisaje que le rodea: muerte —coro masculino— y vida —coro femenino— conforman la realidad del hombre, ambas son su obstinación. La explosión del volcán Tambora, cercano a los días en los que nuestros personajes visitan el lago Leman, en Ginebra, parece el presagio de un desenlace poco halagüeño, una premonición.
Existe pues en la opera, el objeto de situar al oyente dentro de la escena, para que sienta en su propia piel los sonidos y reconozca con ellos sus sensaciones. Con un lenguaje casi cinematográfico, sonido e imagen transportan al oyente al centro de un caleidoscopio sonoro en el que la esencia de la historia es percibida como una eventual realidad individual. Para ello toda la escena configura un instrumento enorme, donde la dimensión acústica atrapa al oyente y le traslada a los lugares donde transcurre el drama: sonido y movimiento parecen una misma cosa, y ambos poseen el propósito de acercar al oyente a un reminiscente drama wagneriano, donde todos los elementos que participan, coro, orquesta, además de los músicos que se hallan en la escena y el decorado en el que resuenan los sonidos de la naturaleza, sirven para arropar a los solistas, que poco a poco van desgranando una historia donde la realidad e irrealidad aparecen como algo indivisible. Desde el sarcasmo de Lord Byron a la debilidad existencial de Polidori, pasando por la infantil Claire, la discreta pero imponente Mary, el imaginativo y alocado Percy, además de Fletcher, el criado cómplice, cada personaje es su voz: las palabras y los sonidos que emanan de la voz de cada uno de ellos es un reflejo de cómo piensan y de cómo actúan, por lo que la música nos muestra, además de lo que parecen, lo que en esencia son, algo que de uno u otro modo es imposible describir con palabras y gestos, pero que la abstracción de la música nos permite reconocer de modo subliminal.
La ópera se inicia así con el rugido de los muertos del campo de batalla, que como se ha mencionado anteriormente, es representado por las voces masculinas del coro, que desde ultratumba piden permiso para hablar. Las voces femeninas representan justo lo contrario, el sueño, el ideal imposible, de aquí que no sea hasta bien avanzada la ópera cuando ambos grupos —hombres y mujeres— se hallan en conjunto. El gran coro de voces será el nexo que une realidad e irrealidad, lo tangible y lo intangible, representado en música por los dos extremos que son en esencia el sonido por si solo y la palabra: el coro intenta construir a lo largo de la ópera un idioma imposible, pero que en su continuo intento de edificación acaba por subrayar los diálogos de las voces solistas, añadiendo un juego dramático-musical que las sitúa en el centro de cada escena. Éstas, al contrario del coro, se nos aparecen diáfanas, con un lenguaje transparente y tremendamente real, dibujando cada personaje con una gestualidad musical que subraya su carácter, lo que nos permite observar lo intangible: sus virtudes y debilidades.
La descripción de cada momento se aparta pues de la mera representación musical del melodrama romántico, alejándose de la idea del “leitmotiv”, para acercarse a la descripción microscópica e hiperrealista de cada escena y de su contenido. No hay lugar para la superficialidad en una historia en la que los personajes se describen a sí mismos, mostrándose desnudos en su fuero interno, transformados solamente por aquéllos que les acompañan. Su exterior cambia con respecto a quien les observa, desde lo que cada uno cree ser, hasta como se creen observados. De este modo, la superposición de las dos realidades en la penúltima escena del segundo acto refleja al mismo tiempo quienes son y en quienes se convertirán —o quizá ya se han convertido: la descripción perturbada y delirante de sí mismos. Éste es un momento en el que la música deja paso al ruido cacofónico de una realidad imposible, donde finalmente el genio de sus creadores dejará paso a una realidad tensa, llena de contradicciones, y al final de una inquietante sobriedad.
Pero quiero recalcar la importancia que en esta ópera tiene la naturaleza y su relación con el hombre, ya que de uno u otro modo es ella quien les transforma, la que les provoca el sueño de quienes imaginan ser. Así, la representación de la explosión del volcán Tambora, la Gran Tormenta con la que se inicia el segundo acto, y la imponente representación del Montblanc, son tres momentos instrumentales de la ópera en los que orquesta y coro se nos muestran como imponentes columnas sonoras que se alargan al infinito, donde un mar de sonidos acaba construyendo una trama tímbrica de grandes proporciones que se diluye y reaparece constantemente, formando un tejido sonoro que de modo líquido parece rodear al oyente, acompañándole de una escena a otra. El contrapunto a esa fluidez sonora se encuentra en las escenas donde Lord Byron y Mary Shelley respectivamente, con canciones turcas el primero —Acto I— y en el juego de damas la segunda —Acto II—, configuran dos fragmentos trepidantes donde se solapan historias y discusiones sobre lo que es y representa para cada uno de los personajes la vida y la muerte, ideas que poco a poco conformarán parte del drama que paulatinamente nos lleva al núcleo de la ópera: el desafío de los relatos de Lord Byron.
La música aquí escrita es pues un relato musical que, junto al texto, configuran un intento de llegar al oyente por una vía no explorada, o al menos así lo entiendo como compositor. En la obra existe un empleo del timbre y los sonidos que nos muestra aquello que no se observa en una mirada convencional, y que más allá de relatar un drama se adentra en la abstracta descripción del detalle minúsculo, con una realidad casi infinita: una híper realidad . Quizá sea un intento imposible, una utopía, pero, ¿acaso la emoción que a menudo nos produce la música no es ya en sí mismo una utopía?,¿no es eso algo impredecible e intangible?.
Escuchen, vean y luego decidan.
Agustí Charles
Compositor
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